Equipo de Profesionales

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martes, 1 de julio de 2014


ANA MARÍA MATUTE
Barcelona, 1925 - Barcelona, 2014



Ana María Matute fue sin duda la escritora de mayor prestigio de las letras españolas. Galardonada con premios como el Nacional de las Letras o el Cervantes, fue, además, académica de la RAE

La literatura de Ana María Matute está marcada por un hondísimo sentimiento de carencia. La mayoría de los personajes de sus libros y narraciones son pobres, niños o adolescentes huérfanos o bien tienen unos padres (sobre todo, unas madres) que no los quieren, viéndose arrojados a una experiencia tan dolorosa como imprescindible para el ser humano: el desamparo de la soledad. La crítica ha señalado este rasgo del universo «matutiano» reiteradamente porque, en efecto, parece brotar de un estado de ánimo profundo. ¿Se condensó acaso a lo largo de los veinte años, entre los 70 y los 90, en los que la escritora enmudeció víctima de la depresión? Matute se refería a ella (a este duro momento) en sus entrevistas y lo hacía con naturalidad, como hablando de algo que ha quedado atrás pero que inspira mucho respeto. Sin embargo, que yo sepa nunca quiso profundizar en sus causas y consecuencias. Tampoco quiso saber nada de escribir unas memorias.

«Se suicidaba cada noche»

Ana María Matute, en la medida de lo posible, sorteaba los obstáculos. Sorteó uno y, además, fenomenal: su difícil matrimonio con el también escritor Ramón Eugenio de Goicoechea, un hombre vital, carismático, seductor, pero de carácter acanallado y peligrosamente autodestructivo. Nunca trabajó y vivía de los sablazos.

Matute se casó con él a los 26 años, en diciembre de 1952, fascinada por el personaje, siendo ya una mujer rebelde y curtida. Sus padres se oponían al matrimonio pero ella siguió adelante. El resultado de aquella atrevida decisión fue un hijo, Juan Pablo, una angustiosa sensación de desamparo económico y una asombrosa producción literaria (dos años más adelante ganaba el Premio Planeta con «Pequeño teatro»). Con Ramón Eugenio de Goicoechea (huérfano de padre al nacer y marcado por un hondo sentimiento de decadencia familiar) no se podía contar para la vida diaria: «se suicidaba cada noche y nadie comprendía cómo nunca se nos moría del todo», comentaría César González Ruano en sus «Memorias», evocando los detalles de las amistades contraídas en Barcelona a lo largo de la década de los cincuenta.

Sus primeros años los pasaron en Madrid y el propio Goicoechea dejó escrita en síntesis aquella experiencia en su libro autobiográfico «Memorias sin corazón» (Rafael Borrás editor, 1959). La imagen de un hombre humillado de 33 años -él- empujando un cochecito de niño (sin niño) por la Corredera Baja, camino del prestamista, resulta totalmente desoladora. Se dice a sí mismo que su mujer, Ana María, tendrá que llevar en lo sucesivo a su bebé en brazos. Aún así a Goicoechea le parece imposible hacer otra cosa que vivir de los demás. El relato es terrorífico por la desnudez moral con la que el propio Goicoechea se describe a sí mismo.

Cuando en julio de 1962, 10 años después de casarse, la pareja alquila un apartamento en Porto Pi (Mallorca) y una mañana Ana María Matute descubre que su marido acaba de vender la máquina de escribir con la que ella se gana la vida como cuentista, decide poner fin a la relación. Ramón Eugenio, furioso, se lleva a su hijo Juan Pablo de vuelta a Barcelona y la escritora, desarbolada, es acogida por el matrimonio Cela en su casa. Allí se rehace un poco, traba amistad conJosé Manuel Caballero Bonald, mientras piensa en cómo recuperar la custodia de su hijo. Estuvo entre dos y tres años viéndole de caridad algunos sábados porque su suegra se lo permitía. Por supuesto, a escondidas de él, de Goicoechea.

El «bueno»

Todo eso dejaría a Ana María Matute en un estado de ruina emocional del que le costaría mucho recuperarse, pero finalmente pudo demostrar que su marido se había desentendido de Juan Pablo, confiando la crianza del niño a su madre y al recobrarlo se lo llevó a EE.UU. En algún momento impreciso de esta etapa, tal vez en Palma de Mallorca, conoció al empresario francés Julio Brocard y a su lado emprendería una relación que duró cerca de 30 años. Vivieron en Estados Unidos. Después se afincaron en Sitges. Viajaron. Matute dejó de lado la literatura profesional, probablemente porque necesitaba recuperarse de los estragos sufridos y alejar la escritura del sufrimiento, pero en Sitges fue nacieron los personajes del reino de Olar -el rey Gudú, la reina Ardid, Trasgo del Sur…-.

Su fantasía parecía liberada por fin: empezó a trabajar la madera, a construir pueblitos maravillosos para su hijo, juguetes para sus sobrinas, joyas de apariencia espectacular y cofrecitos que ocultaban tesoros maravillosos, hechos con cristales de botella pulidos. Fue la época más libre y creativa de Ana María Matute, una especie de materialización de su mundo interior, pero tal vez aquel alejamiento de la realidad, por delicioso que fuera, acabó perjudicándola. Tal vez quedó a merced de su deseo. La escritora perdió pie y con el regreso a Barcelona a principios de los 70 vino el bloque, tendida en la oscuridad, en palabras de William Styron.

Poco sabemos de Brocard, más que fue, en el lenguaje infantil con que ella veía el mundo, el marido «bueno», frente al «malo» cuya estela había empezado a desvanecerse tras la separación. El final de Goicoechea no pudo ser más calamitoso, pero Matute salió adelante y como los héroes de los cuentos de hadas, y a su modo libérrimo de hacer las cosas, venció.